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La arcadia hipócrita

Arcadia y paraíso fotográfico. Plano general, color. Grupo de fotógrafos, Asia, rodeando mujer pobre con hijo.
(c) Ab Rashid

A pesar de que es habitual oír a fotógrafos consagrados decir que no es necesario viajar al otro extremo del mundo para conseguir grandes (y sorprendentes) fotos, no dejamos de ver (y oír) a otros, también consagrados, decir que han encontrado su arcadia particular en otro país. Normalmente lejano y en vías de desarrollo o, directamente, subdesarrollado.

Y es que muy pocos son capaces de mirar la realidad que les es más cercana como cuando miras algo que te es completamente exótico. Por una parte tu mirada, en casa, está cargada de una rutina de la que es muy difícil desprenderse. Y por otra, sabes que el espectador final de esas imágenes lo hará con dos “problemas” en la mirada. La misma carga de rutina; que da un contexto de sobra conocido y que, prácticamente, anula el factor sorpresa/impacto; con lo que difícilmente se captará su atención. Y un segundo inconveniente: la cercanía.

Ver problemas que son lejanos, que no nos afectan, ni lo van a hacer previsiblemente, es tolerable. Son “sus problemas”. Pero la cosa cambia si la mierda está en nuestro jardín. Nadie va a negar la evidencia si se la pones delante; pero también a casi nadie le apetece que le recuerden que tiene la casa por barrer. Y que, a poco que se despiste, se va a manchar los zapatos.

No todo el mundo tiene la capacidad que demostró Samuel Aranda, en 2012, para mirar la crisis española como un cirujano: aséptico y crudo… a pesar de la suciedad y podredumbre que se ve en esas imágenes. Despojándose de todo costumbrismo, sin tópicos ni lugares comunes, sin victimismo, sin propaganda… Un trabajo que, cómo no, tuvo que publicar fuera: en el New York Times. Y que le valió una tormenta de críticas. Se le acusaba de ser un exagerado, de forzar situaciones, de rebuscarlas, de elevar anécdotas a categoría. Pero, cualquiera que haya vivido esta crisis en una ciudad medianamente grande, sabe que esas imágenes no eran excepciones. Eran, tristemente, fáciles de encontrar. No eran los más pobres empujados a un charco. Eran los más pobres ahogados bajo el peso de la clase media a la que sí habían empujado al charco.

Hay muchos ejemplos más, pero, quizás este sea el más crudo de entre los recientes, de cómo no hay más que salir a la calle, con lo ojos bien abiertos, eso sí, para que la realidad que, la mayoría de las veces, nos negamos a ver, nos golpee con toda su crudeza.

Quizás por eso, por esta incapacidad de “mirar” más allá de la rutina, es por lo que muchos fotógrafos aseguran que “necesitan” viajar a otros países, generalmente subdesarrollados y pobres, para encontrar elementos fotográficos realmente motivadores… O eso es lo que dicen.

No es lo mismo ir a buscar una imagen, identificarla, componerla de manera que cuente una historia y disparar antes de que se desvanezca, que coger un vuelo y verse rodeado de imágenes “fotográficamente rentables” desde que bajas del avión. En el primer caso hace falta ser fotógrafo; en el segundo solo tener una cámara.

Hay varias carencias, digámoslo así, que les empujan a esto. Por una parte: una “ceguera selectiva” (como la que nos permite “invisibilizar” los banners publicitarios cuando navegamos por Internet) que les permite no ver, como sí hizo Samuel Aranda, la realidad que les rodea cuando es desagradable o, sobretodo, no encaja con las ideas preconcebidas que se tienen. Como les pasa a los niños cuando se tapan los ojos: “Si no lo veo no existe”. Básicamente inmadurez.

Pero, también hay un componente, y esto es más preocupante, de incultura. General y visual. Para este tipo de fotógrafos todo lo que venga de “fuera” es mejor… como cuando a nuestros abuelos trataban de embaucarles en la posguerra asegurando que tal o cual producto era “americano”. Con eso ya estaba claro, supuestamente, que era algo de calidad… En consecuencia: nada es tan interesante como lo que traen en su tarjeta de memoria después de viajar lejos. Un argumento paleto que, además, también se basa en el convencimiento, íntimo, de que nadie más habrá viajado donde ellos, o, al menos, nadie del círculo cercano al que, en última instancia, se espera impresionar. En cualquiera de los dos casos argumentos infantiles. De nuevo: inmaduros.

Cabría pensar, ¿por qué no?, que la creencia es que, aunque haya habido legiones de fotógrafos que hayan seguido sus pasos, antes (incluso después), ninguno habrá conseguido plasmar ese particular local tan fielmente. Bien. Ahí habría que ver el resultado. Quizás si hayan traído de vuelta algo impresionante, único en lo visual, innovador en la narrativa… O quizás, como suele pasar, sean imágenes visualmente impactantes pero con un contenido visto mil veces. Como las puestas de sol de Santorini o las madres cargando con sus hijos desnutridos de África o el sudeste asiático. Postales.

El exotismo, sin más contenido, solo es un recurso para revistas de viajes y suplementos dominicales. Especialmente teniendo en cuenta lo que consigue gente como Cristina García Rodero. Imágenes igual de impactantes y llenas de contenido en Etiopía, en Andalucía o en el FICEB de Barcelona… se puede ir lejos, sí. Pero no se si merece la pena hacerlo para mirar como miras la televisión cualquier día por la noche. Cada uno es dueño de su tiempo y de su dinero. Pero si has viajado disfrazado de fotógrafo «pro» y concienciado, aunque disparando como un turista, no es razonable volver y, aunque la horda de incultos gritones que puebla las redes sociales te lo “compren” todo, pretender “vender” el resultado de tu viaje como grandes fotografías, ni tan solo una buenas fotografías.

Como mucho, si queremos ser honrados (ese concepto tan en desuso) podemos hablar de una foto bonita o de una correcta.

Esto es, además, especialmente sangrante en el caso de la nueva fotografía de calle. Gente capaz de salir a dar un paseo y volver a casa con imágenes que son, una a una, el mejor ejemplo de cómo sorprender con lo que ves todos los días. Un ejemplo: el trabajo de uno de los mejores divulgadores actuales en la fotografía nacional: Jota Barros. Dejando al margen su gran labor docente, podemos ir a cualquiera de las fotografías de su Instagram y ver como las imágenes de un entorno, inmediato o, cuanto menos, cotidiano, provocan, en primera instancia, extrañeza. Hemos visto esas imágenes mil veces. Pero no así. No con esa disposición, no con ese punto de vista, no con esa luz, no con esas sombras casi empastadas, no con esos colores, no… No las hemos visto nunca así.

La fotografía de Jota es como si, después de haber visto y memorizado todos los ingredientes de un plato que nunca hemos probado; nos lo presentan acabado… Ahí están todos esos elementos familiares. Pero no como los vemos habitualmente. Con otra disposición, desde otro punto de vista… Pero, sobre todo, con algo fundamental: imaginación y talento. Y, en el caso de la fotografía, una mirada propia.

Sin grandes viajes, sin excesos, sin algarabías.

Pero volviendo atrás, que acabamos de dar un salto al final de la historia. Habría que hacernos una pregunta inocente: ¿Qué buscan estos fotógrafos en esos países pobres a los que “peregrinan” en búsqueda de su santo grial particular? Cada uno lo dirá a su manera. Pero, al final, no diré que todos, pero si la mayoría, coinciden en el concepto que apuntaba al principio: La arcadia particular. Una aspiración contra la que no habría mucho que decir… si la arcadia que están buscando no fuera una arcadia hipócrita.

Porque, en realidad, lo que están buscando es un sitio en el que olvidarse de su irrelevancia cotidiana. Da igual que estemos hablando de fotógrafos amateurs con ínfulas de “grandeur” o de profesionales reconocidos en los medios (ay los medios y los, cada vez más, incultos periodistas que trabajan en ellos… un día habrá que hacer un off topic con este tema, que parece una broma, pero es gravísimo). Un sitio en el que sentir que la mirada, por encima del hombro, falsamente benevolente que dedican al resto de los fotógrafos que conocen es, o eso se dicen, de superioridad real. Un sitio en el que, miren donde miren, solo vean gente inculta, subdesarrollo, pobreza… Ahí, por fin, puede desprenderse del síndrome del impostor. Porque ahí, de verdad, son los más listos, los más ricos, los más evolucionados.

Pero no es esto lo que vamos a oír… Aunque sería un saludable ejercicio de sinceridad. Lo que oiremos es la monserga de la pureza, de las personas con valores intactos, que aún no han sido corrompidos por la sociedad de consumo, íntegros…

Paremos un instante.

Hemos descrito una arcadia de libro, de Wikipedia… Pero no vivimos, que yo sepa, sacadme de este error si no es así, en una novela con personajes planos y esquemáticos (aunque algunos días cuesta mantener esta afirmación, ¿verdad?). La realidad es más compleja, más retorcida y más cruel. Esta arcadia lo que contiene es una sociedad subdesarrollada, con graves carencias de infraestructuras: agua potable, electricidad, alcantarillado, sanidad, derechos sociales y laborales, educación, brechas económicas y culturales, casi siempre insalvables, entre unas clases sociales y otras, corrupción sistemática…

Pero, oye, los niños tienen la sonrisa más pura que hayas visto jamas, desnutridos pero sonrientes. Los ancianos son sabios, aunque ese viejo acartonado en realidad tenga 50 años de una vida miserable que le hace parecer que tiene 80, la familia aún es el centro, probablemente, depende del país, porque las niñas pueden venderse o casar de conveniencia y los niños trabajar (y a traer dinero a casa) en cuanto puedan sostener una herramienta… Y así cualquier ejemplo.

Hacemos de estos países, ahogados en sus propias miserias, parques de atracciones en los que olvidar las nuestras. Un Westworld en el que poder ir a ser quien no somos. Y como en la distopía creada, originalmente, por Michael Crichton sin importarnos, lo más mínimo, el coste que nuestra fantasía tenga para la gente que vive en nuestro “parque de atracciones”.

Fantasía que ha marcado un nuevo hito en los últimos premios HIPA. Están dotados con 12.000 euros en premios. Y la imagen ganadora este año, 2019, realizada por el fotógrafo malasio Edwin Ong Wee Kee, ha resultado ser fruto de un tour fotográfico. Una “expedición” organizada, con una madre que posa, con su hijo, por dinero de la manera que entiende más va a impactar y más posibilidades le da de volver a ser requerida como modelo. La perversión de la miseria. Pobres de atrezzo para fotógrafos ricos. La respuesta lógica, ¿o qué esperábamos?, a tanto y tanto “viajero” buscando hacer fotos de la pobreza.

Por cada fotógrafo que viaja a uno de esos países con un deseo sincero y real de desprenderse de todo, de dejar atrás un estilo de vida que no le gusta y con un ansia real de volver a lo básico: consciente de que es un paso atrás y, aun así, lo abraza sin dudar… Por cada uno así hay miles que lo hacen como estos influencers miserables que van a África a ponerles unas gafas de sol de marca a unos niños, previamente seleccionados. Para, inmediatamente después, volver al resort, subir sus imágenes a Instagram con unas frases que les hagan parecen intensamente concienciados, y montarse en un avión que les traiga de vuelta a casa.

En función del engagement y el alcance que tenga esa campaña volverán y podrán estructurar un historia en la que “revelar” que han encontrado su arcadia particular. El sitio puro y limpio que han “buscado toda su vida”.

En realidad lo que están haciendo (ellos y los que jalean estas imágenes en las redes sociales) es lo que hacían las familias ricas en la postguerra. Sentar a un pobre en su mesa en alguna celebración destacada. Como el que le da un trozo de pan a un perro. Y luego lo echa a empujones para que duerma a la intemperie en el balcón.

Y así es como tratamos a estos “seres puros”: como perros. Pero eso sí, nuestro Instagram (si somos desconocidos) o nuestros encargos para suplementos dominicales (si somos famosos), a toda máquina…


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