Fotografías polémicas. Plano general, color. Niño africano esqueletico encogido sobre si mismo. Un buitre le observa al fondo.
(c) Kevin Carter

Cada vez que vemos una foto así, se retuerce nuestra conciencia… Aunque, no nos engañemos, cada vez menos. Porque cada vez estamos más acostumbrados al sufrimiento plasmado de manera gráfica y, cada vez, nos impresiona menos. Eso sí, lo que mantenemos intacto es nuestra hipocresía. Y junto a ese retorcimiento de conciencia decreciente, hay algo que permanece inmutable: la acusación al fotógrafo que ha hecho la foto en términos parecidos a estos: «En vez de ayudar lo único que le importaba era ganar dinero con la foto y el morbo».

Nos gusta matar al mensajero, acusarle de que solo quería el beneficio económico de su foto. Y se le pide a ese fotógrafo que, si toma una imagen que refleje un drama humano, además haga de enfermero y cure la herida. Pero ese no es el trabajo de un fotógrafo. Un fotógrafo no cura las heridas, las infecta, para que duelan y no las podamos olvidar. Que es lo que nos gustaría hacer: olvidarnos de ellas. Dejar de ver niños hambrientos con el estómago a punto de estallar mientras nosotros tiramos comida, o a soldados masacrando aldeas con armas que les hemos vendido desde nuestro país. Pero eso, por mucho que nos disguste, es la realidad. Como me dijo alguien, cuando iniciaba mi carrera como periodista y vi mi primer muerto en medio de la calle: «Bienvenido al mundo real».

Vivimos en una sociedad hipócrita. Nos encanta acusar a los demás de nuestros pecados. Y en esa gran tradición, tan humana, acusamos a los fotógrafos que cubren zonas de conflicto, lo que antiguamente se llamaba, sencillamente, fotógrafo de guerra, de ser una especie de periodistas especialmente morbosos. Que cuando están trabajando priorizan la toma de una buena imagen antes que ayudar a las víctimas que están fotografiando. Y no seré yo, enemigo acérrimo de los absolutos, el que diga que eso jamás es verdad. Pero sí que me atrevo a afirmar que es falso en la mayoría de los casos.

Esta foto de Kevin Carter, quizás sea la que mejor ejemplarice lo que intento decir. Casi todo el mundo sabe que esta imagen fue la que, después de publicarse, el 26 de Marzo de 1993 en el NYT, sumado a, entre otras cosas, la muerte de Ken Oosterbroek, compañero y amigo en el grupo de fotógrafos conocido como el «BangBang club«, fue el origen del proceso que le llevó a suicidarse, apenas un año después, incapaz de soportar el aluvión constante de críticas que recibió. Casi todas ellas centradas en que hizo la foto, se marchó y dejó morir de hambre al niño (aunque todo el mundo creyó que era una niña).

Nadie quiso reparar en que esta imagen volvió a colocar en el mapa una hambruna, la de Sudán, que había desaparecido de los informativos, e hizo reaccionar, por pura vergüenza, a la comunidad internacional. Tampoco nadie se fijó en la pulsera de plástico que lleva. Es el identificativo de las estaciones de comida de la ONU. Eso significa que estaba alimentado y que, tal y como se demostró y explicó repetidas veces a posteriori, solo estaba defecando. La prueba de eso es que Kong Nyong, que así se llamaba, no murió hasta nueve años después y lo hizo por unas fiebres.

Nos encanta acusar a los demás cuando nos señalan las miserias que queremos mantener escondidas. Pero esa es la misión, si es que tenemos alguna, de los que entendemos la fotografía como algo más que un mero vehículo para la transmisión de la belleza. Concepto fotográfico, dicho sea de paso, tan digno como cualquier otro. Pero lo que pretendemos hacer, como decía al principio de este post, y no hace falta cubrir zonas de conflicto para ello, es algo más.

No estamos para curar las heridas que la sociedad genera y luego ignora. Estamos para hacer que se infecten y no se puedan olvidar.

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