Con el paso del tiempo te das cuenta de que pasa algo con tus fotografías, con el conjunto de ellas. Algo que, por supuesto, ni te planteas ni piensas la primera vez que coges una cámara con intención de hacer «algo más» que apretar el disparador. Un día adquieres consciencia de la perspectiva de tu trabajo fotográfico y te das cuenta de que tus fotos son los ladrillos de un mundo que has estado construyendo… de manera inconsciente. Una metáfora de la realidad con la que quieres expresar cómo ves ese mundo en el que vives, pero al que sientes que, en el fondo, no acabas de pertenecer.
De la misma manera que las imágenes de un fotógrafo, contempladas una a una, hablan de él, el conjunto global de esas mismas imágenes hablan del mundo interior de quien las hace. Pinceladas de un cuadro impresionista que nunca estará acabado. Pero que en cada clic estará más detallado, más concreto. Será más exacto. Todos los proyectos, todas las series, todas las ideas, todos los bocetos de guión… Todo es uno, todo forma parte de la construcción de ese mundo interno que se genera y se define a través de nuestras fotografías.
Cada proyecto es un personaje de esa novela, cada serie una capa más de profundidad y complejidad de ese personaje… Y, al igual que en mundo real, estos pueden vivir, perecer, continuar en otros a través de las influencias que son capaces de transmitir o, sencillamente, desvanecerse en las miasmas del tiempo después de haber cumplido su misión, importante o nimia, en el mundo en el que han existido.
Cada nuevo proyecto se construye sobre las ruinas del final del anterior. Nada es despreciable. Los éxitos hacen el mundo más extenso y los fracasos más sólidos los cimientos.
Pero esto, al menos en las fases iniciales, no es una construcción consciente. En origen no es más que la «domesticación» del RAW en estado salvaje, cuando aún no ha accedido a «hablar» con nosotros, cuando aún no nos ha revelado todo lo que encierra dentro y hasta qué punto se va a acercar esa imagen cruda a la creación que palpita en nuestra mente a la espera de ser «esculpida» en la luz que contiene ese negativo digital.
La belleza primigenia, la que se agazapa detrás del desconocimiento formal, está en el proceso de exploración. En las pruebas con la paleta de color que habías imaginado, las variantes inesperadas que aportan riqueza dramática a la narrativa de la imagen, las chispas repentinas y fugaces que acaban creando las balizas de una pista de aterrizaje para la traducción real de una fotografía que, hasta ese momento, solo había sido imaginada.
Con la repetición de un proceso que, irónicamente, no es nunca idéntico, se van estableciendo las reglas de creación de nuestro mundo. Los procesos que generan creación y los caminos muertos por los que no se quiere volver a transitar. Y, al final, pasados los años, cuando echas la vista atrás ves que todo es coherente, que todo encaja. Que da igual que las temáticas de los proyectos no tengan nada que ver, que las paletas de colores recorran toda la escala de temperaturas de color, que sea más luminoso o más tenebroso…
Nada de todo esto es relevante cuando se mira la construcción final de nuestro “corpus” fotográfico. Porque cada movimiento lateral huyendo de la rutina, cada salto adelante buscando caminos nuevos, cada experimento que descubre un matiz que lo cambia todo… En realidad no cambia nada. Solo nos facilita una gubia más afilada, más pequeña, más precisa, con la que perfilar de manera aún más detallada nuestra visión del mundo. Nuestro manifiesto sobre la belleza, aun sin haberlo escrito, está ahí.
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Información Bitacoras.com
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