Plano general, blanco y negro. Multitud de fotógrafos al final de una pasarela de una semana de la moda disparando sus cámaras
Como distinguirse del resto de los fotógrafos. Plano general, blanco y negro. Multitud de fotógrafos al final de una pasarela de una semana de la moda disparando sus cámaras
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En muchas publicaciones se señala como el hecho diferencial entre un fotógrafo y otro al estilo (ya dije hace bastante mi opinión al respecto), en otras a su tratamiento de la luz o el uso de una determinada paleta de colores o su BN… Me atrevería a decir que se equivocan.

Al menos en parte. Cierto es que algunas de estas características acompañan a algunos fotógrafos, de los considerados grandes, a lo largo de toda su vida y están presentes en, prácticamente, toda su obra.

Pero, como dice Duane Michals muchos fotógrafos se ven obligados a repetir un determinado tipo de fotografía. El que les dio a conocer, porque si arriesgan con evoluciones dejan de recibir atención y no les queda más remedio que volver a lo que “el público” “espera” de ellos. Esto, que tan frecuentemente pasa, convierte miradas prometedoras en miradas apagadas. Grises, sin brillo. Probablemente con fama y reconocimiento en su momento, pero condenadas al olvido a largo plazo.

Pero retomemos la pregunta: ¿qué nos distingue…? Nada de lo dicho anteriormente. Lo que de verdad marca una distancia entre nosotros y el resto de los fotógrafos es el tema. El tema que elijamos como nuestro. La “idea fuerza” que empuja y estructura toda nuestra creación. Independientemente de que hagamos retratos, beauty, naturaleza, arquitectura… da igual cuál sea el estilo o el género. De la misma manera que, de un modo u otro, nuestras fotos siempre hablan de nosotros. En ellas siempre late algo que nos preocupa, un tema que modula y condiciona la forma en la que vemos el mundo.

Primero es un pulso inconsciente que aparece porque está en nosotros, aunque no lo sepamos. Pero, con el tiempo, si nos estudiamos a nosotros mismos, como deberíamos de estudiar todo lo que rodea y tiene que ver con la creación fotográfica, aislaremos esa pulsión. La reconoceremos como nuestra y pasará de ser algo inconsciente a ser la base de nuestra narrativa. Sobre ella construiremos todo lo que queramos contar. Independientemente de lo que sea.

Se convertirá en el filtro que quedará fijado en el objetivo de nuestra cámara. Aunque quizás sería más apropiado decir que ese filtro se ha ido creando sobre nuestra retina, conforme hemos ido adquiriendo conciencia de él. Y lo que hemos hecho nosotros ha sido retorcer las posibilidades de nuestra cámara hasta que la luz que capta sea la misma que con la que nosotros iluminamos nuestra versión del mundo.

Cristina García Rodero es un buen ejemplo de esto. Su ambición antropológica late detrás de todo lo que hace. Da igual que esté hablando de la España profunda, del porno, de vudú o, como en uno de sus últimos trabajos, “Tierra de sueños”, sobre los desheredados que atiende la fundación Vicente Ferrer en la India. Si revisamos estos trabajos vemos que su estilo fotográfico ha ido cambiando, evolucionando quizás sea un expresión más correcta, incluso ha pasado del blanco y negro al color. Pero, si algo no ha cambiado es esa querencia antropológica por mostrar lo que late debajo de este mundo civilizado. Lo que la gente aún es a pesar de la globalización. Lo oculto debajo de la pintura brillante de la modernidad, detrás del escenario que esta es.

Ocurre lo mismo con la pintura, la madre en muchos sentidos de la fotografía, y un ejemplo reciente es uno de los mejores pintores vivos: Miquel Barceló. En la presentación de su exposición “El arca de Noé” en Salamanca confesaba que: “La transitoriedad es una de mis obsesiones y de los temas que dominan toda mi obra”. Y, una vez más, un repaso a cualquier web que recopile históricamente su obra, nos confirma que esta declaración no es una frase destinada a ser un titular sin correspondencia con la realidad.

Los dos, Cristina García Rodero y Miquel Barceló, han tenido etapas creativas bien diferenciadas. Pero todas tenían un latido común. En ambos casos había un tema sobre el que se ha construido todo. Un tamiz por el que pasaba toda su obra.

Porque un tema no es una elección, es una consecuencia. En muy raras ocasiones un fotógrafo se levanta una mañana y, mientras se prepara el café, decide el tema al que va a consagrar su obra. No hace falta recordar que hablamos de fotógrafos de verdad. De personas con intención y compromiso creativo. La legión de imitadores que se autodenominan fotógrafos, pueblan las redes sociales y, por desgracia cada vez más, las páginas de publicaciones culturales, no son objeto de ninguna consideración para escribir esto. No es mi intención mezclar copistas con autores.

Como decía: una consecuencia y no una elección. El tema es como un destilado, un poso formado por la eliminación y el cansancio. Por el camino dejamos aquellas cosas que nos aburrieron, las que nos gustaban, nos aburrieron y cuando intentamos volver a ellas habían perdido el brillo que nos atrajo… y todas ellas, en la pérdida, dejaron un poso en nuestra percepción de la realidad. Pequeños matices, imperceptibles cuando aparecieron. Pero aun es pronto, en ese momento, para ellos.

La desaparición de objetos de atracción genera huecos en nuestro campo de interés. Y estos huecos, de manera natural (e inconsciente) hacen que los que persisten se acerquen. Permitiendo que, a través de la reflexión sobre nuestro propio trabajo y el auto interrogatorio sobre lo que hay más allá de la zona de confort, se generen sinapsis entre conceptos, ideas, intereses… que antes estaban demasiado alejados, y con demasiadas cosas entre ellos, como para que esto sucediera.

Y el proceso se repite. Una y otra vez. Hasta que el latido del mundo, un día, se sincroniza con el de nuestro impulso creativo. Aun no lo sabremos, pero nuestro tema esta ahí. Como un segundo corazón. Nos mantendrá vivos, nos dará alegrías, tristezas, enfados, ansiedad, relax… y, como el original, cuando deje de latir moriremos… nuestra vida como fotógrafos habrá terminado. Quizás podamos seguir como copistas (de otros o de nosotros mismos) pero, sin ese latido, no como fotógrafos.

Puede que tardemos semanas en descubrirlo… o años. No es sencillo darte cuenta de un cambio tan sutil. Que se ha estado gestando y produciendo a lo largo de años. Pero, nos demos cuenta o no, ya vibramos en la misma frecuencia de lo que hemos estado construyendo de manera inconsciente.

El mundo desde ese momento ya no volverá a ser algo que se comparta. Porque esa versión del mundo, la que percibimos es exclusivamente nuestra. Podemos compartir la visión que tenemos de él a través de las fotografías que hagamos. Podemos explicarlo si escribimos sobre él… pero jamás podremos compartirlo. Porque, pieza a pieza, capa a capa, ha salido de nosotros. Como el dolor ajeno. Puedes empatizar con quien lo sufre, intentar ponerte en su lugar. Pero jamás vivirás lo que esa persona ha vivido.  

A partir de ese momento todas las elecciones fotográficas que tomemos convergerán hacia el tema. Y pueden ser decisiones radicalmente distintas. Podemos saltar de la fotografía de conciertos al retrato intimista, del fotoperiodismo a la moda… da igual. Todo lo que hagamos tendrá esa pátina característica. Ese matiz que sacará nuestras imágenes de la planicie de lo común para posarlo en lo alto de nuestra propia colina. Que esta se convierta en una de las escasas (digan lo que digan los directores de publicaciones culturales) montañas que hay en el panorama fotográfico ya depende de otros factores que dejaremos para otro post.

El hecho seguro y cierto es que llegado a ese momento nuestro tema no solo determinará el resultado final de nuestra obra. También nuestra manera de acercarnos y abordar cada proyecto. No encarará igual un trabajo sobre los refugiados alguien preocupado por el desarraigo que alguien interesado en cómo el dolor modula nuestras vidas. Como no sería igual el resultado, con la misma elección, de, por ejemplo, Cristina García Rodero y Manu Brabo. Incluso haciéndolos caminar juntos…

Un mundo propio hace eso: te da un universo a medida. Uno que no tiene nadie más. ¿No merece la pena buscarlo? ¿Y una vez encontrado explorarlo hasta el ultimo confín? ¿Ser únicos? Frente al mismo hecho, la misma situación, cada uno percibiría un aspecto distinto. Enfrentaría las decisiones, técnicas, previas al “clic” desde puntos de partida diferentes. Incluso las propias decisiones técnicas serían divergentes.

Tener un tema nos hará diferentes, nos sacará de la rutina y del rebaño… pero no nos hará únicos. Esto solo lo conseguiremos con fe ciega y trabajo constante. Si cada vez que pensamos en cerrar nuestro Photoshop, porque consideramos una foto acabada, o estamos agotados de darle vueltas, nos damos un pequeño descanso y volvemos a ella, a dialogar con la imagen de nuevo, a entrar en nuestra creación, a escuchar lo que nos tenga que decir… hasta que sintamos esa sincronización que nos confirma que esa idea, que nació en nuestra imaginación, vuelve a ser ella y no una versión diluida en realidad… en ese momento, casi seguro, estaremos pisando el camino que nos lleva a ser únicos.

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Teresa Moya Madrona

El tema del estilo es algo que me preocupa. Cuando miro las fotografías de autores que me gustan puedo ver estilos claros en sus obras y en mis fotografías no. Creo que esto es algo que nos agobia mucho a los fotógrafos noveles ya que parece que sin un estilo claro y único (o copia de un estilo que funcione) no llegas a ningún lado… Encontrar tu tema tampoco parece fácil (yo tengo muchos), pero al menos no encorseta, así que me parece una búsqueda mucho más sana y reflexiva. Dicho esto, ¿cuál es tu tema?
Un saludo,
Tere

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