Imagen en blanco y negro. Recreación de la foto de Alfred Eisenstaedt de un marinero besando a una enfermera tras finalizar la Segunda Guerra Mundial.
©Lowe and partners

Hace poco en uno de mis podcasts favoritos, “Calle oscura” de Jota Barros, se entrevistó a una de mis fotógrafas favoritas: Charo Guijarro. Ella ha hecho del autorretrato uno de los hilos principales de su trabajo fotográfico. Jota arrancó desde ahí: “¿Charo tú haces autorretratos o selfies? ¿Son lo mismo para ti?”. Mi primera reacción fue pensar: “Autorretrato, por supuesto. Charo no se limita a algo tan sencillo”. Y el desarrollo de su respuesta fue por ese camino.

Os recomiendo oír el programa entero y suscribirse para no perderos ninguna entrega. Como siempre, es una clase maestra de cómo se entrevista a alguien dejándole hablar y desarrollar sus ideas, sin imponer un camino, como en otros podcasts. En este caso con el extra de tener a alguien enfrente, como Charo Guijarro, que es capaz de aportar una de las pocas visiones, realmente,  personales que hay en la fotografía española actualmente.

Pero volviendo a lo que decía. Mi primer impulso fue separar claramente los autorretratos, una disciplina tan vieja como la propia fotografía y heredada, como tantas otras, de la pintura, de los selfies. Pero conforme Jota y Charo desarrollaban la respuesta empecé a tener dudas: ¿seguro que son cosas distintas? Ahora lo tengo claro. El autorretrato y el selfie pueden parecer cosas distintas, pero, creo, no lo son

Un muffin y una magdalena también pueden parecer, incluso a la vista, cosas distintas. Pero no. Con más o menos sofisticación es el mismo producto. 

Dejo pasar unos segundos para que todos los puristas se enfaden, vaya al formulario de contacto y manden sus insultos.

Ya… 

Voy a intentar desarrollar lo que he dicho. 

Las bases del autorretrato… y del selfie.

Kate Knibs, especialista en cultura y tecnología de la revista Wired, afirma que “No es tu culpa que seas adicto al selfie. Recibes una enorme validación por serlo. Se puede ver cómo la gente está enredada en hacer fotos para obtener una aprobación social”. Y alguien más cercano, como Joan Fontcuberta, amplía esta definición asegurando que: “Tomarse fotos y mostrarlas en las redes prevalece sobre la memoria. Tomarse fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción y los rituales de comunicación de las nuevas subculturas urbanas post fotográficas. Las fotos ya no recogen recuerdos para guardar sino mensajes para enviar e intercambiar. Se convierten en puros gestos de comunicación. Millones de personas empuñan la cámara y se enfrentan a su doble en el espejo: mirarse y reinventarse”.

Creo que estaremos de acuerdo en que los selfies se ajustan a estas definiciones. Parecería que nada que ver con un autorretrato. 

¿Seguro?

Detengámonos un segundo en esta afirmación: “Ha cambiado que el ser humano de occidente quiere mostrar cómo gana su dinero, su poder, la belleza de sus mujeres”.

¿Seguimos hablando de selfies? Sí y no. La frase es de Manuela Mena (Jefa de conservación de pintura del siglo XVIII y Goya del Museo nacional del Prado) y se refiere a cómo nació el autorretrato en la pintura en el Renacimiento. “Los artistas son muy vanidosos y el autorretrato es propaganda. Funcionaban como publicidad para atraer a clientes”.

No vamos a discutir las diferencias de calidad entre la pintura renacentista que ha llegado a nuestros días y la mayoría de los selfies… Pero ¿estamos seguros de que entre todos los pintores que hubo en los más de 50 años que duró el renacimiento, entre los siglos XV y XVI, no hubo una cantidad considerable, de creadores mediocres, incluso malos de solemnidad,  a los que el paso del tiempo ha barrido? 

Creadores que jamás debieron coger un pincel hubo tantos, proporcionalmente, como inútiles que jamás debieron comprar una cámara y proclamar que son artistas en Instagram. 

Orígenes pictóricos del autorretrato.

Veamos un par de  ejemplos bastante ilustrativos. A todo el mundo les sonarán Durero y Rembrant. Quizás no sepamos decir el nombre de ninguno de sus cuadros ni diferenciar sus obras. Pero, en general, a todos nos suenan estos nombres como grandes pintores. El primero como uno de los máximos exponentes del Renacimiento y el segundo del Barroco.

Durero, según Manuela Mena, fue el primero en utilizar el autorretrato, en el Renacimiento, como autopromoción y con la idea principal de proyectar una importancia social (fuese real o no). Con el tiempo la maestría de su pintura se ha desprendido de las motivaciones y las hemos olvidado. Pero su principal impulso era “venderse” y “darse importancia”… exactamente igual que los influencers (y los que no lo son pero creen serlo) hacen en Instagram. 

Durero no fue el primero en autorretratarse, pero sí fue el iniciador de una nueva etapa de este estilo. Ya no se trataba de una idealización simbólica sino de una proyección, de una recreación en la que el autor asegura, con firmeza, que “este soy yo y así soy”.

Rembrant, que se pintó a sí mismo más de 100 veces, hizo de este estilo pictórico una manera de plasmar su biografía. Porque, aunque la intención es la misma que en Durero, “venderse” y “darse importancia”, hay una diferencia fundamental. El pintor barroco no se idealiza. Se “auto representa” fielmente. Siempre se puede saber la edad real del autor e, incluso, el estado de ánimo.

Estos retratos se fueron popularizando como una reivindicación del papel de los pintores como artistas. Hay que recordar que antes del Renacimiento, en la Edad Media, su consideración era la de artesanos. Meros ejecutores. Muy por debajo de, por ejemplo, los músicos ambulantes en la escala social. Era muy difícil, como explica Manuela Mena, verles es sus propios cuadros: “Los pintores, en el caso de aparecer, se colocaban discretamente en sus cuadros como personajes de relleno detrás de los protagonistas. Habitualmente en una esquina, sobre todo a la derecha y mirando de frente al espectador. A veces, incluso, su figura aparece recortada”. Es lo que se conocía, desde siglos atrás, como “retrato de firma”. 

De hecho, el primero de estos retratos de firma del que queda constancia es del periodo Amarniense (1353 a 1336 AC), en el antiguo Egipto, y corresponde al escultor jefe del faraón Akenatón, Bak, que esculpió su figura, junto a su esposa Thaeri, en “La estela de Naos”.

Y un último ejemplo de esta “necesidad” de los artistas por recrearse. Otro hombre del Renacimiento en el que, probablemente, nadie pensaría como antecesor de los selfies: Leonardo Da vinci. El “hombre del Renacimiento” por excelencia realizó su autorretrato  más conocido hacia 1512. Y es mayoritariamente aceptado como su imagen real. 

Pero, aunque es casi seguro, para los historiadores, que los rasgos de Da Vinci están ahí. También es cierto que está “adornado” con todos los elementos que él quería que trascendieran asociados a su imagen. Empezando por el vestuario que se adivina: idéntico a la ropa que llevaría un filósofo clásico griego y a la manera en la que se los representaba en la época. Dibuja su frente cargada y llena de arrugas. Como metáfora de una intensa actividad intelectual. Y, por el mismo motivo, siguiendo el mismo patrón, sus labios están apretados. Simbolizando una lucha permanente contra los problemas que le exigen el hallazgo de soluciones nunca antes encontradas. Hasta el peinado sigue el modelo aplicado a los pensadores clásicos: ondulado e igual de largo que la barba.

Un autorretrato que deja la fidelidad en un segundo, casi un tercer, plano para centrarse en componer, controlar e imponer la imagen que quería que quedara de él para la historia.

Da Vinci también fue de los primeros, como en tantas otras cosas, en darse cuenta de la relación entre las mejoras tecnológicas y la evolución de los autorretratos. Para él “el espejo es el maestro de los pintores”. Y de hecho, paralelamente al perfeccionamiento en las técnicas de fabricación y pulido de las superficies de los espejos, aumentó la producción (y, sobre todo, la calidad) de los autorretratos. Los pintores podían ver cada vez más detalles, reflejados, que plasmar en el lienzo. 

Una curiosidad que deja patente el uso creciente de espejos es la gran cantidad de cuadros en los que se aprecian detalles invertidos (a causa del reflejo); como, por ejemplo, las botonaduras de los trajes. 

El autorretrato en la fotografía.

Pero volvamos a avanzar en el tiempo… hemos dejado claro que el autorretrato “moderno” comenzó en el Renacimiento con motivaciones equiparables a los selfies de Instagram. Vayamos ahora hasta nuestro objeto de interés: la fotografía.

No se puede asegurar, con certeza absoluta, cuál fue el primer autorretrato fotográfico. Aunque uno de los primeros, de los que se tiene constancia, corresponde a Robert Cornelius. Un inmigrante holandés que se instaló en Estados Unidos y que en 1839, parece ser que en algún día de octubre, se hizo un daguerrotipo que, con los filtros de Instagram adecuados, no desentonaría en ningún feed actual. El plano es medio, tiene los brazos cruzados, el rostro está desplazado del centro (en contra de la corriente imperante en la época) y su expresión no es hierática. Es como un selfie intenta ser siempre (lo consiga o no): espontáneo y relajado. 

Y aunque fue propietario de dos de los primeros laboratorios fotográficos que se abrieron en Estados Unidos solo fue fotógrafo unos cinco años más antes de cerrarlos y dedicarse a otras actividades. 

Pero si damos otro salto hasta el siglo XX probablemente nos vengan a la memoria nombres como Imogen Cunningham o Vivian Maier. De las dos son conocidos sus autorretratos. Pero en este caso sí que es cierto que están algo más alejados de esa intención de auto representarse y más cerca del mero retrato figurativo. Incluso de firma. 

Pero hay otro caso, curioso y representativo, de cómo de complicado es escapar de la tentación de reinventarse, a conveniencia, cuando hacemos que nuestra cámara nos apunte a nosotros: Lee Friedlander

En las fotografías más tempranas, a partir de 1948, solía colarse, parcialmente, como una sombra fragmentada o un reflejo. Muchas veces difícil de identificar. Era un fotógrafo, en esa época, de paisaje social. 

Pero con el paso de los años su estilo evolucionó hacia una especie de “paisaje personal”. Pasó de ser esa sombra, que no era más que un detalle, a ser el componente y la idea central de sus fotografías. El propio Friedlander aseguraba en una entrevista que él mismo acabó siendo, en sus imágenes, más importante que cualquier otra idea o concepto

Aún así nunca abandonó su estilo. Y de un simple autorretrato de firma evolucionó explorando la fragmentación corporal, la abstracción, el autorretrato a partir de simples indicios… un desafío constante a los autorretratos convencionales. 

Una manera de publicitarse y vender la imagen que se desea que los demás tengan de uno mismo. Pero de un modo mucho menos directo, más creativo. 

La narrativa del autorretrato.

Merece la pena que nos detengamos un momento en esto. Como ya hemos dicho: el autorretrato es un intento del autor de imponer una narrativa concreta sobre sí mismo. Pero, por muy acertado que esté, no puede impedir que esa narrativa sea abierta. Depende de la interpretación del espectador. 

Se trata de un ejercicio en el que el creador trata de acertar (y conectar) con la media de todos los códigos que se van a ejecutar sobre su creación (casi uno por cada espectador) para que esta tenga la lectura que él quiere que tenga. No se trata, como podría parecer, de que cree condicionado, pero sí de que utiliza los códigos que, supone, van a ser mayoritariamente empleados en la descodificación de su obra, para ajustar las claves y que la creación impacte en las personas que quiere de la manera que quiere. Del mismo modo que los colores, en general, fijan un mensaje; estos códigos (vestuario, iluminación, pose…) intentan determinar la manera en la que se percibe ese mensaje.

En este sentido hay una interacción, como no podría ser de otro modo, con otros procesos creativos. Desde que aparecieron las redes sociales en el siglo XX y, especialmente, en estos últimos años del XXI, el autorretrato se ha ido imponiendo en ellas y no solo a la manera clásica (promoción y venta) si no como una manera de comunicación entre el creador y su público. A veces, incluso, como vehículo primario de la misma entre las dos partes. 

El auge de este estilo que se basa, fundamentalmente, en la promoción del ego, ha acabado generando una sensación; incluso certeza, en los creadores y en los espectadores, de que lo propio, lo particular, es equivalente a una categoría aplicable a términos generales y, como tal, poseedor del interés suficiente para constituir la base de un relato visual. 

Desde ahí es fácil explicar el auge, al menos en parte, de la autoficción. ¿Si los selfies, como vehículo primario de expresión, son la base de las  redes sociales, por qué mi propia vida no puede ser la base principal de mi creación literaria?

Y el giro no acaba ahí. Una vez establecida la autoficción como género literario, una vez más  porque, aunque a mucha gente le parezca nuevo, el adanismo es un mal social al que habría que prestar más atención, el estilo (y el concepto) nació en 1977 de la mano del escritor francés Serge Doubrovsky con la publicación de “Hijos”, casi nunca hay nada nuevo bajo el sol. Una vez establecido el estilo, como decía antes, ya está preparado para volver a la fotografía… ¿Cómo qué, si ese es su origen? ¿Qué puede aportar al lugar de donde partió?

Una base teórica para los nuevos autorretratos. 

Como afirmaba André Gide: “Ya todo está dicho, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo”.

Conexión y conversación.

Aquí creo que sería necesario hacer otra pequeña pausa y reflexionar sobre algo que Sherry Turkle, profesora de ciencia y tecnología en el MIT, advertía en su libro del 2017 “En defensa de la conversación” y que se aplica, directamente, a lo que estamos hablando: la imposición de los autorretratos/selfies como un elemento básico de la comunicación de los más jóvenes y, por extensión (y miedo a perder el contacto con el mundo que les rodea) también también de los adultos. Este proceso, sin ninguna duda, refuerza y aumenta la conexión entre los participantes en el diálogo virtual que se establece entre los que publican estas imágenes y quienes las consumen. Aparentemente una ventaja social. Una reducción del aislamiento y un aumento de la interacción entre pares.

Aparentemente. Esa es la palabra.

Según la profesora americana se consigue conexión, pero a costa de perder conversación. ¿Cuál es la diferencia? El abandono de los subrayados comunicacionales que suponen los elementos que solo un “cara a cara” puede aportar: gestos (faciales, pero también posturales, de las manos o piernas, temblores, etc… ), silencios, micro expresiones, tics, sudores, olor..

En este tipo de conversaciones personales y presenciales no solo aprendemos sobre quién es nuestro interlocutor y qué piensa de nosotros. También aprendemos, en base a las reacciones que generamos, quienes somos para los demás. Elementos básicos, los dos, para la construcción de un entramado social sano y activo. En definitiva, cuando la balanza se decanta por la conexión en detrimento de la conversación, la comunicación sufre una pérdida extrema de calidad.

Pensemos en un ejemplo que muchos habréis vivido: la “desvirtualización” de un contacto de redes sociales. ¿Cuántas veces ha correspondido a lo imaginado? ¿Cuántas veces se os ha hecho tan largo que habéis lamentado no tener preparada una excusa para salir corriendo a los 15 minutos? O, lo que es aún peor: ¿Habéis visto, claramente, que esa sensación de querer salir corriendo se dibuja en la cara de la persona con la que habéis quedado? Y no estoy hablando del aspecto físico. Hablo de los huecos que rellena, en el conocimiento personal, tener a la otra persona delante. El “feeling” que nos da. La sensación de conexión o no. Algo que la mayoría hemos podido comprobar. No es lo mismo Internet que la vida real.

Y no me refiero a descubrir alguna verdad oculta o mentira de la otra persona. En este ejemplo damos por hecho que no ha habido falsedades ni medias verdades en ninguna de las dos partes. Pero… la información era, inevitablemente, incompleta. Nunca lo es hasta que no hay interacción real.

El problema de esta carencia de información es que nuestro cerebro odia los espacios vacíos y tiende a rellenarlos siempre con datos que nos resulten conocidos y generen respuestas agradables. Esta es una de las bases, por ejemplo, de las actitudes “misteriosas” que los estudios cinematográficos imponían a las estrellas que contrataban, en los años 20, después de la Primera Guerra Mundial para conformar lo que se conoció como “Star System”. El público rellenaba lo que no sabía de las estrellas que seguía con sus aspiraciones. De manera que el mismo actor o actriz significaba cosas totalmente distintas para diferentes seguidores. La llegada de los paparazzis, en los 50, y el desvelamiento de las vidas privadas de las estrellas acabó con este sistema.

Pero nuestro cerebro, un siglo después, sigue funcionando igual. Y cuando vemos un selfie, preparado hasta el más mínimo detalle, completamos lo que no sabemos con lo que nos “gustaría” que fuese. No mantenemos el misterio. Lo resolvemos. Sin datos, sin pruebas… pero lo hacemos.

Así se explica, en parte, que haya gente en Instagram con más de 100 millones de seguidores. Cristiano Ronaldo con 275 millones, Ariana Grande con 230 millones, Kim Kardashian con 214 millones, Leo Messi con 195 millones o Beyoncé con 171 millones. Cifras que corresponden al momento en el que escribo y que, probablemente, sean mayores cuando las miréis.

Retrato, autorretrato y selfie.

Aquí hay que hacer un matiz importante. En estas cuentas se aprovechan del retrato como elemento constructor de la propia imagen… Pero no son autorretratos. Son dos cosas diferentes. Por mucho que se empeñen en equipararlos algunos popes de la fotografía moderna. La ignorancia siempre ha sido muy atrevida. Pero en el caso de algunos fotógrafos es, además, estúpida. Un autorretrato te lo haces tú. Un retrato te lo hace otra persona. Sencillo ¿verdad? Para algunos/as no tanto.

Autorretratos, y de fotógrafos que sí sabían lo que hacían eran los de Daido Moriyama, Helmut Newton, Irvin Penn, Richard Avedon o Robert Mapplethorpe. Si habéis hecho click en los links habréis podido comprobar que todas las imágenes, a pesar de lo diferentes que son entre ellas, tienen una cosa en común: todas parecen estar hechas con la intención de fijar de fijar algún aspecto, del autor, en nuestra memoria. De “imponer” cuál será el recuerdo y la impresión que sobre él tengamos después de visto el autorretrato.

Venden una imagen idealizada de ellos mismos. Igual que se ha hecho desde el Renacimiento. E igual que hacen ahora los influencers (los de verdad y los de palo) de Instagram.

El autorretrato y el selfie no se diferencian tanto. De hecho no se diferencian en mi opinión, más allá de ser palabras distintas, y que hay más de un tipo de autorretrato y de selfie, en nada. El problema con los segundos es el mismo que con cualquier cosa que se masifica. Cada vez cuesta más encontrar la calidad, porque cada vez hay más gente haciendo esa misma cosa.

Y el hecho de que cada vez haya más posibilidad (facilidad) para hacer fotografías no hace que, milagrosamente, el talento para hacerlas crezca en la misma proporción. El reparto sigue siendo el mismo. Con lo que la avalancha de propietarios de cámaras acaba enterrando a los fotógrafos.

Distinguir entre autorretrato y selfie quizás nos pueda valer para separar el polvo de la paja, la morralla de la calidad. Los fotógrafos de los que apenas llegan a saber cómo presionar el disparador. Los que cuentan algo de los que escupen, los que tienen ideas de los que copian. Vale, si queremos, como separador… pero, en esencia sería como decir que este autorretrato es una foto maravillosa y este otro es una mierda.

Charo Guijarro, según esto, haría, claramente autorretratos, no selfies. Pero veámoslo de otra manera. También podría estar haciendo algunos de los mejores selfies de Instagram y contribuyendo a fijar las claves de un nuevo paso adelante en esta técnica fotográfica de nombre doble. Yo, desde luego, lo creo así.

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Ana Medina
Ana Medina
3 años

Una maravilla, Leire. Gracias.

Ana Medina
Ana Medina
3 años
Reply to  aloisglogar

Alois, disculpa porque escribí Leire en vez de tu nombre. Me encanta lo que escribes y como fotografías. Saludos

Juan Borrás
3 años

Brillante.

Araceli Chavarry
Araceli Chavarry
2 años

Qué grato leerte. Recién descubro tu blog y me he quedado pegada a la pantalla. Gracias.

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