Libertad de expresión y censura. El editor Jorge Herralde, en los 70, sentado en la mesa de su despacho con sus secretarias de rodillas en el suelo. Sonriendo y enseñando las bragas.
(c) Colita

Hay muchos, demasiados, artículos en prensa que, dentro de su primer párrafo, contienen una frase parecida a esta: “En la era del “me too” (o cualquier otra campaña parecida: animalista, de género, de raza, orientación sexual… ) ¿se deberían seguir haciendo películas (libros, canciones, fotografías…) como: …?” Y la mayoría de los lectores, en un elogio de la estupidez que nos salpica a todos, meneamos la cabeza reprobatoriamente pensando en esa obra y lo poco acertado(a) que ha estado su autor(a) realizándola. 

Somos unos imbéciles.

La respuesta correcta debería ser: “Por supuesto que sí”. Y tendría que ir acompañada por un: “¿Por qué no?” 

La respuesta habitual que encontraríamos sería la necesidad de protección de determinado colectivo de la supuesta agresión que supone esta obra imaginaria de la que hablábamos. Y bien es cierto que, en estos días, el umbral de la ofensa está tan bajo que esa “agresión” (da igual que solo exista en la imaginación de esta gente) puede llegar a sentirse como tal. 

Pero…

Hagamos un ejercicio. Uno fácil, que estamos aún en verano y no seré yo el que le agobie a nadie las vacaciones. Imaginemos un niño especialmente “llorica”. Uno que lo hace por todo lo que le contraria. Por cosas importantes que merecen consuelo y por cosas irrelevantes que no merecen esas lágrimas. 

La segunda de las opciones, desde nuestra perspectiva de adultos, nos parecerá exagerada y hasta fuera de lugar. Pero, casi con total seguridad, el niño sentirá la angustia necesaria, frente a ese motivo irrelevante, como para romper a llorar.  Y ahí es cuando nos tenemos que plantear esto: ¿Nos adaptamos a esos lloros y le protegemos de lo que, en realidad, no deberíamos protegerle? O ¿Intentamos iniciar el camino del aprendizaje y le separamos lo importante de lo irrelevante, tantas veces como sea necesario, hasta que lo sepa hacer por sí mismo?

La segunda alternativa, creo (espero) que estaremos, mayoritariamente, de acuerdo es la más razonable. Estaremos formando un niño con recursos, capacidad de defensa frente a las “agresiones” (reales e imaginarias) emocionales, maduro, con recursos… pero claro: es el más difícil. Hay que lidiar con una postura contraria de inicio, con la frustración de todas las veces que se fracasa en el proceso de aprendizaje, con el “largo plazo”…

Del mismo modo en el proceso creativo no se debe de ceder ante el empuje de lo “políticamente correcto” del momento. Ni tan solo de la ética imperante. Por una parte son conceptos transitorios y por otra, si algo es el arte, es ruptura. Y uno, si de verdad se quiere llamar creador, no puede ceder y adaptarse al primer molde que le pongan delante. Hay que ser uno mismo. Eso, por supuesto, no garantiza ninguna calidad en los resultados. Pero el arte también es otra cosa: voluntario. Uno lo ve o no. A voluntad. Aunque es verdad que hay que tenerla… y empieza a ser, la voluntad, como el sentido común: “El menos común de los sentidos”. 

Pero… es más fácil dejar las cosas como “vienen”, aceptar el impulso de la corriente, dejarse llevar, aceptar la “domesticación” y echar la culpa “al otro”. Y “el otro” será cualquiera. Cualquiera sobre el que descargar una responsabilidad (decisión) que, en realidad, es nuestra. 

Y, volviendo al tema del que hablamos, el problema no es que nuestra creación, nuestras fotografías, agredan a alguien. Si es que eso es posible en una persona con una inteligencia media. El problema no es de quien crea. Es de quien mira. De quien no sabe distinguir una creación artística de la realidad, de quien, de hecho, no acepta más “realidad” que la que él da por “correcta”, de quien no es capaz de separar la obra de su creador, de quien ha sido incapaz de educar (padres o instituciones) y pretende que con prohibiciones no queden al descubierto las carencias de lo que ha hecho. 

A un niño sí se le debe proteger de determinados estímulos. Pero solamente porque no tiene la madurez y la experiencia para gestionarlos de manera apropiada y se corre un riesgo cierto de generar una distorsión en la percepción de la realidad y los conceptos básicos del bien y el mal. 

Pero si desde pequeños hemos trabajado con ellos con la mirada puesta en formar una persona con criterio y valores cuando llegue a la adolescencia (cada persona es un mundo, pero creo que esta es un “frontera” admisible) empezará a necesitar, cada vez menos, nuestra “protección”… Probablemente coincidirá con la época en la que tampoco la querrá. Sabrá, si hemos hecho bien nuestro trabajo, distinguir la ficción de la realidad, lo bueno de lo malo y las fantasías de las ilusiones. Y, sobre todo, estará preparado para empezar a “crear” sus propios criterios vitales. Los nuestros son la base, no el destino… que esto también se olvida demasiadas veces. 

Será, en definitiva, un proyecto de adulto apropiado. No el inmaduro eterno que reina en las redes sociales, que se ofende por cualquier cosa con 40 años y justifica (porque, tristemente, se los cree) los discursos “proteccionistas” y censores que oímos, leemos y vemos en todas partes. 

Discursos paternalistas que solo piensan en “nuestro bien” ya que nosotros no somos capaces de diferenciar lo que nos conviene de lo que nos hace daño…

¿Hay algún proceso biológico, aún no descubierto, que disminuye nuestras capacidades mentales? Porque, desde luego, lo parece. Y no solo eso. También lo hace de manera selectiva. La estupidez degenerativa nos afecta a unos sí y a otros, por contra, no. Son los que, con “autoridad”, nos pueden decir qué hacer, qué disfrutar, cómo disfrutarlo… y lo que no.

Otra cosa curiosa es que los “tontos” somos un grupo extremadamente heterogéneo: de derechas, de izquierdas, europeos, latinos, africanos, hombres, mujeres, trans, heteros, gays… curiosamente la misma composición múltiple que conforma el consejo de sabios “ungido con la verdad” de las redes sociales, medios de comunicación y partidos políticos…

Aquí hay algo que chirría.

¿Esto no se parece a alguien diciéndole a otro alguien que puede (y, aun peor, tiene) que pensar?

¿Esto no lo han hecho ya antes: Adolf Hitler, Augusto Pinochet, Francisco Franco, Benito Mussolini, Nicolás Ceaucescu o Mao Zedong? Censura que, por cierto, llega hasta nuestros días con una sofisticación terrorífica…. ¿No dedicaron su vida estos “grandes jefes de estado” a decirnos (imponernos, incluso a la fuerza, si no se les atendía lo suficiente) qué estaba bien pensar y qué no? ¿Incluso quién podía pensar y quién no?

¿Volvemos a abrazar, como borregos, la censura y la “policía del pensamiento”? ¿Por qué, ahora, después de años de gozosa libertad nos estamos plegando a los límites que nos imponen grupos que, si por una cosa se distinguen, es por su incultura? No vamos a negar, sería estúpido, que en esa libertad se han creado cosas espantosas. Incluso repugnantes. Pero con la misma libertad que su creador le ha “dado vida” nosotros, como decía antes, podíamos ignorarla. Eso se llama libre albedrío. Y existe en los dos lados. Aunque estos “sabios” están convencidos (y desgraciadamente parece que nos están convenciendo a nosotros también) de que no sabemos hacer uso de esas capacidades. Ni de la libertad ni de la elección. 

Y que alguien se arrogue la capacidad de decir lo que no se puede hacer, quien no lo puede hacer y quienes no podemos estar expuestos a esas “cosas horrorosas” porque, probablemente, nos va a influir más allá de nuestra, limitada (según ellos), capacidad intelectual, se llama censura y se llama dictadura intelectual. Los que estáis de acuerdo con este tipo de cosas lo podéis llamar como os parezca más apropiado. Pero el juego de palabras no cambia la realidad. Como cuando bajo la dictadura de Franco se prohibió el uso de la palabra dimisión porque los funcionarios del “Generalísimo” eran infalibles. Cuando el error superaba la capacidad de ocultamiento del gobierno se les cesaba en sus responsabilidades para asignarles otras. Un juego de palabras para esconder una incompetencia que, por mucho que se llamara de otra manera, no dejaba de existir. 

Del mismo modo que si alguien me dice que no haga fotos de un determinado tema porque no es, según su criterio, respetuoso con “noseque” o “nosequien”; sencillamente me está prohibiendo ejercer con libertad mi capacidad y deseo de creación. Está limitando mi creatividad, en el mejor de los casos, y, en el peor, obligándome a que encaje mi imaginación a los límites de la suya. Solo porque esta persona, o grupo de personas, han decidido que su criterio moral es superior al mío. 

Y, ojo, que esto podría ser. Yo podría ser alguien depravado y asqueroso que solo crea cosas acordes a esta mentalidad. Pero lo hago en el ejercicio de mi libertad de expresión y, una vez más, insisto, no obligo a nadie a ver lo que hago. Todo el mundo puede dejar de seguirme en redes sociales y, con un solo clic, hacer que desaparezca de sus vidas. Pero no se trata de eso. Se trata de imponer la incultura, la suya, y un pensamiento único. 

Como decía Isaac Asimov en el famoso artículo que publicó en enero de 1980 en Newsweek, en Estados Unidos siempre ha habido un cierto culto a la ignorancia. Un antiintelectualismo que ha ido calando a lo largo de los años hasta fijar en la cultura popular la premisa, perversa, de que la democracia se reduce a: “Mi ignorancia vale tanto como su saber”. ¿Os suena? Parece una frase bajo la que podríamos poner al 99% de los ofendidos de las redes sociales de este país… Y al mismo porcentaje de ideólogos políticos, sociales y culturales actuales. ¿Cuantas “corrientes de pensamiento” se basan, actualmente, en un triste: “para mí…”? Sencillamente: “A mi parece que esto es así, con lo que tiene que ser así”. 

Bienvenidos al pensamiento emocional… no hace falta más cuerpo teórico que la propia opinión. Una perversión del método empírico que, como no, confunden con el empirismo. En fin… lo que sucede cuando los anti intelectuales quieren serlo: no saben cómo hacerlo.

Pero, volviendo a la columna de Isaac Asimov, aunque esta hablaba de la política y la cultura de Estados Unidos, no cuesta nada extrapolarla a cualquier otro país. Cada vez se da con mayor frecuencia que después de una explicación razonada y argumentada de cualquier tema (da igual que sea en las redes sociales o en la vida real) la respuesta es algo parecido a: “Gracias por la clase, pero… “ y ahí viene, de carrerilla, la lista de los dogmas aprendidos que hay que decir para ser políticamente correcto, moderno y “pro” lo que corresponda. No inteligente y razonable.

Eso, como también se apunta en el artículo de Asimov, es pertenecer a las élites… Y, oh… horror, las élites… ese grupo de personas que nunca se define, pero que siempre tiene la culpa de todo lo malo. Enemigo común, seas quien seas y vengas de donde vengas… Nada une más que un enemigo común “genérico”.

Pero hablemos estrictamente de fotografía. Que, de momento, es de lo que va este blog. Nadie que conozca lo que en su momento se conoció como la “gauche divine”, en contra de la opinión y deseo de los supuestos miembros de ese grupo, y a su fotógrafa oficiosa: “Colita” osaría decir, en principio, que esta mujer, tal y como ella afirma, no es una feminista. Y, sin embargo, en esta estupidez revisionista que lo llena todo, no faltan voces que afirman que una de sus imágenes más icónicas, “Herralde y sus secretarias” que abre este post, es machista, hija de la opresión heteropatriarcal… etc.  

Y esta afirmación, visto desde la perspectiva actual, quizás lo parezca. Sí. Pero se lo parece a las personas incultas. Y no solo a las incultas por carecer del conocimiento histórico que les permita saber en qué momento social y cultural se hizo la foto y lo que este influyó en la composición definitiva y lo que se quería “decir” con ella. También a las incultas que no son capaces de pensar que, aunque desconozcan esos detalles y sus matices, una foto hecha hace años lo más probable es que responda a motivaciones diferentes, incluso contrarias, a las que se tienen como correctas en la actualidad.

La propia Colita en una entrevista reciente lo explicaba: “En esa foto salen dos tías que, si sabes mirar, se burlan de su jefe. Hay una reivindicación de la minifalda y lo que significaba de poder “estar buena” y hacer lo que quisieras. Es una foto feminista, porque en aquella época el feminismo iba de la mano de la provocación. Ahora nos hemos vuelto unos hijos de puta tremendos que vamos por ahí de finolis”.

También explica, justo es decirlo, que, probablemente, la reivindicación la hubiera hecho de otra manera hoy en día. Aunque viendo su obra parece fácil pensar que habría provocado, si no esta, otra polémica.

Pero la cuestión no es el cambio de paradigma, de códigos morales o lo que se quiera. Eso está en la naturaleza del ser humano y no es razonable luchar contra ello. Es lógico y, de hecho, necesario el proceso de creación, revisión, superación, nueva creación y vuelta a iniciar el proceso. Pero, ojo, he dicho superación. No destrucción. No es un matiz baladí.

La censura aspira a la destrucción de lo que no quiere, de lo que oculta. Cuando lo realmente enriquecedor es construir a partir de lo hecho. Incluidos los errores. De lo contrario sucede como ocurre actualmente: comenzamos a cometer los mismos errores de los que no queremos hablar y que mucha gente ha olvidado o, directamente, cree que no han sucedido por muy documentados que estos errores estén en libros y prensa.

Se dice siempre que las obras “a prohibir” tienen una influencia tóxica en los espectadores. Una vez más se otorgan una capacidad de decisión y, lo que es más grave, una inteligencia que dan por hecho que no tienen esos espectadores. Pero nunca les llega su reflexión, impostada y levantada sobre lemas no razonados, al punto real y cierto de la creación artística (de cualquier creación, en realidad): nada se crea de la nada. Todo lo que se crea tiene una semilla, tiene unas referencias, unas influencias… Y, en el caso de la creación artística, casi siempre tiene destellos (cuando no es directamente un retrato) de lo que la rodea y ve en su día a día.

Aquí hay un problema si lo que se crea nos parece malo… pero es un problema educacional. Es una falla del sistema educativo (ojo: este no solo son los colegios y las universidades. Medios de comunicación también deberían de estar incluidos) que con la mediocridad de los programas de formación (y la inclusión de las estupideces señaladas anteriormente) ha generado generaciones (ojalá pudiera emplear el singular…) de gente con bases culturales livianas, frágiles, sin una solidez que les permita la visión crítica de las novedades que la vida pone a su paso. Gente, efectivamente, permeable a influencias tóxicas. Y la solución, realmente parece que no hemos aprendido nada, nunca es prohibir, nunca es censurar… el único efecto que tienen estas medidas es generar atención e interés sobre “lo prohibido”… El censor haciéndole la publicidad al censurado… una nueva muestra de la inteligencia (escasa) de esta gente.

La solución, la única que siempre ha funcionado, es la educación. La formación de una visión crítica de la realidad. La que permita decidir, sin tutelas, siempre intencionadas, si lo que estoy viendo/escuchando es merecedor de mi atención o no. 

Porque, insistamos en esto, la misma libertad que defiendo para los creadores, la quiero para el público de esas creaciones. Y la libertad no es, solo, quedarse con lo que a uno le gusta. La libertad real es saber el “porqué” de esa elección. Aunque aquí vamos a otro problema que solo apuntaré porque se sale, totalmente, de lo que es el tema de este blog. La mala intención de los diseños de los planes educativos de todos los gobiernos. De un signo y de otro. La máxima prioridad siempre ha sido la de generar ciudadanos permeables a la tendencia ideológica del partido que ocupara el gobierno en ese momento. Jamás la formación de ciudadanos críticos y con capacidad de análisis y pensamiento lateral… Un sistema perverso que nos ha traído hasta aquí. 

Pero nos estaríamos equivocando si pensáramos que la censura de esas “mentes privilegiadas” es el único mal que nos acecha como fotógrafos, como creadores. Esta “imposición” del “para mí” en la forma de pensar desde el discurso de estos tóxicos (y desgraciadamente) líderes de opinión ha degenerado en que los descerebrados que se tragan sus ruedas de molinos como si fueran gotas de chocolate no escuchen a las personas que aún intentan razonar con ellos. En esas cabezas averiadas solo hay dos categorías de pensamiento: las certezas y los errores. No hay gris. O es blanco (coincide con lo que piensan) o negro (contradice lo que piensan). Y el negro define otra de las características de nuestro tiempo: la expulsión de lo distinto. Cómo tan bien explica en su ensayo al respecto Byung Chul Han. 

Como dice Enrique Vila Matas: “Cada día hay más dogmáticos, más tipos cargados en una seguridad en sí mismos forjada por su propia estupidez o, lo que es peor, por necedad prestada”. Ya no hay diálogo, solo monólogos impositivos. 

Imposible no acordarse de esa excentricidad de Erik Satie: nunca leía las cartas que recibía… pero las contestaba todas. Cuando murió fueron encontradas, en un armario de su casa, cientos de cartas. Todas sin abrir. Pero ni una sin contestar. Como quedó demostrado, años después cuando fueron publicadas junto a las correspondientes respuestas. ¿Quién le iba a decir Erik Satie que, además de anticipar, en su obra, todos los movimientos musicales que se han dado en la música clásica desde su muerte, también iba a dejar sentadas las bases de la forma en la que se iba a dialogar casi un siglo después de su muerte? Personas hablándose, unos a otros, pero sin escuchar ni tener interés alguno en hacerlo.

Hemos pasado de atender reivindicaciones justas, necesarias e imprescindibles a asumir cualquier estupidez del primero que se autodenomine “oprimido”, “discriminado”, “invisibilizado”… Todo por no vernos inundados con la mierda que puebla, cada vez más, las redes sociales y recogen, amplificándola, los medios convencionales. Por no tener que lidiar con el ejército de incultos agresivos con identidad digital, por no tener que sufrir un linchamiento online.

Por miedo a esos conflictos hemos ido dejando de lado nuestras señas identitarias como grupos sociales (ojo que no hablo de no progresar, eso siempre será imprescindible… hablo de involucionar, que es lo que hacemos ahora); para no tener roces con ellos, para evitar unos supuestos problemas de convivencia. Y esa desaparición de las señas identitarias como grupo social, las que se han ido formando (con los aciertos y los errores de las generaciones anteriores) a lo largo de los siglos y sobre los que se han ido construyendo todos los avances sociales que conocemos, ha dejado huérfanos de identidad y referentes sólidos a quienes comulgan con esta nueva censura. Y ¿qué da como resultado esto? Una sociedad infantil. La que somos ahora. 

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José Bueno
4 años

Excelente entrada, enhorabuena

jesús lópez
jesús lópez
4 años

¿Y no hay manera de que esto salga en la «sagrada» televisión y en el resto de «sagrados» ¿medios de comunicación? ???????? Tus post me parecen realmente interesantes. Espero seguir disfrutando y aprendiendo con ellos. Un saludo

Luciana Fioramonti
Luciana Fioramonti
4 años

No puedo evitar trasladar varios pensamientos a la escena política que se vive en mi país. El fin del debate, la opinión como verdad absoluta… los blancos y los negros, los pro y los anti… la grieta. Me quedo pensando y vuelvo a leer el post. Saludos desde Argentina y felicitaciones por seguir poniendo las palabras sobre la mesa.

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